Cuando mi primera hija era adolescente me empapé de información que me ayudara a transitar esa etapa de la mejor forma posible, para mí y para ella. Recuerdo que tuve muy presente que yo era la madre y nunca debía pretender ser su amiga. Incluso se enfadó un día que se lo dije, contestándome que sus amigas sí eran amigas de sus madres … Ahora tiene veintiséis años y vive su vida, ha sabido cultivar un buen ramo de amistades y sabe que me tiene a mí para algunas situaciones exclusivas y privilegiadas que sólo como madre e hija podemos vivir.

 

Con mi segunda hija he caído de cuatro patas a la tentación. Y es que tengo que reconocer que me he relajado. Es una persona madura, reflexiva, introspectiva, abierta de mente, rompedora, sincera y espontánea. ¿Quién no querría ser amiga de una persona así? Pero el verano nos ha puesto a prueba y nos hemos tenido que recolocar. Las dos hemos sentido dolor por lo que se habría podido romper, pero la vida nos ha dado la oportunidad de reconstruir la relación de manera única, como nosotras queramos que sea, pero siempre partiendo de nuestro sitio, yo la madre, ella la hija . Como dice Eva Bach «una madre no puede ser amiga de sus hijos, porque si es amiga, los deja huérfanos de madre».

 

Pues lo que decía, la madre es la madre. Y este hecho requiere el aprendizaje de todo un arte. Debería haber museos grandes como el Louvre en cada barrio y en cada pueblo del mundo para exponer todas las historias alrededor de este personaje y la relación con sus hijos. Cada una inmensamente interesante. Servirían de inspiración para las siguientes generaciones.

 

Por un lado, somos madres / animales, con un instinto natural que nos guía para proteger y hacer crecer la descendencia. Por otro, se nos impone la responsabilidad de saberla «domesticar» para adaptarse al medio, es decir, a la sociedad. Y por eso debería haber grados universitarios y másteres y doctorados, que no están.

 

Para no hacérmelo complicado, yo que soy persona práctica, me limitaré a dejarme guiar por mis instintos. Aunque ahora ya no es necesario que proteja ni alimente la manada, me toca quedarme con la esencia materna, la que se dispone a escuchar y ayudar cuando eso es lo que se me pida. También la que CONFÍA, la que suelta y deja hacer. Porque cuando siento esa confianza en mí, ellas viven más seguras, porque captan esta energía tranquila de la madre, que es todo lo que necesitan. La misma que deben sentir los pájaros cuando emprenden el vuelo dejando el nido atrás.

 

Laura Pedró Xaus. Todos los derechos reservados.